sábado, 23 de enero de 2010
Relato de un asesino confeso.
Cuento mi historia una vez más con deseo de que alguien la escuche y termine con mi sufrimiento. ¿Mi nombre? No soy capaz de recordarlo. Hace ya años que vine a este mundo y me han sido otorgados varios nombres. Debo admitir que, dicha multitud de apodos ha venido siempre relacionada con las impresiones que la gente tiene sobre mí. Ellos cambian con los años. Les he visto pasar cientos de miles de veces. Más grandes o más pequeños, más altos o más bajos. Siempre cambiando, pero siempre los mismos. Sus diferencias con el paso de los años no son solo estéticas. Son también morales e ideológicas. En un principio me amaba la mayoría. Me consideraban indispensable. Incluso se planteaban como a nadie se le había ocurrido antes una idea así. En sus ojos veía el respeto, la alegría e, incluso en algunos casos, la envidia por el dinero que reportaba a mi padre.
Pero todo eso terminó cambiando. Toda mi felicidad y utilidad se puso en entredicho el día que me convertí en un asesino. Y para mi eterna vergüenza no sería la primera y última vez.
Era un día húmedo. La niebla campaba a sus anchas por el campo y lo cubría todo con su espeso manto. Lo recuerdo perfectamente, tal y como si hubiera ocurrido hace unos instantes. Era imposible ver más allá de unos pocos metros. Todo ocurrió rápidamente y les aseguro, más bien me atrevo a jurar, que nada pude hacer. Si comprendieran mi situación del todo lo sabrían. Una luz me cegó durante unos instantes y cuando recuperé la vista ya era demasiado tarde. Un fuerte ruido me avisó mientras aun seguía cegado. Y, de repente, algo me hizo temblar y el mundo pareció detenerse. Unos segundos de silencio invadieron el espacio. Abrí los ojos en cuanto pude y allí estaba, inerte, sobre el suelo duro de asfalto envejecido. Sin moverse, sin respirar. Y así nos quedamos los dos: él en suelo, con la vida huyendo de su cuerpo en segundos; yo mirándole, con mi cuerpo empapado de su sangre y el suyo incrustado en el mío.
Aquella fue la primera vez. Tardaron más de dos horas en darse cuenta de lo sucedido. A él se lo llevaron en una bolsa de color negro. A mí me enderezaron una parte que había sido dañada con el accidente. Aun recuerdo el sonido del martillo golpeándome para devolverme a mi posición original. Aquella vez no hubo dolor alguno, mi mente se encontraba lejos, muy lejos. Preguntándose si era culpa mía.
Como ya les he dicho, aquella no sería la última vez. Hasta el día de hoy cargo con 4 muertes a mis espaldas y 12 miembros amputados. También debería añadir una larga lista de lesiones de las cuales perdí la cuenta hace ya tiempo. He suplicado en varias ocasiones que me permitan abandonar mi sitio, que me permitan morir en fuegos rejuvenecedores y renacer en otro lugar u otra estructura. En todo mi cuerpo hay señales de mis crímenes. A mis pies se acumulan capas de sangre seca y pintura sintética. Un olor que nada puede ocultar, ni siquiera el bello lugar en el que me encuentro.
No tengo nombre. Soy un asesino confeso en una carretera de montaña. No tengo alma. Soy un asesino obligado a seguir matando al que pasa por mi lado. Soy un guardarraíl.
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